Me llamo Ana López, pero hace unos años decidí cambiarme el apellido. Ahora me hago llamar Ana Lunera y no es porque tenga cuestiones paternas pendientes, sino porque desde hace mucho tiempo me conecto más con la luna que con cualquier otra cosa.
Y en este camino de hacer lo que me llena, tener la luna colgando de mi nombre me pareció una idea magnífica.
Pero este artículo no se trata de mis ocurrencias lingüísticas ni mis cambios familiares, sino de aprender a transitar los mares, aún cuando la turbulencia sea insoportable.
Casi toda mi vida, he tenido la sensación de estar perdida. De no saber qué quiero y cambiar tanto de opinión, que a los ojos del mundo parezco una inestable y no los juzgo.
He visto como mi vida se derrumba y algunas veces he decidido derrumbarme con ella, porque no tenía nada más de que agarrarme.
He surcado muchos mares para saber a qué aguas pertenezco y me he ahogado en un par de ellas varias veces.
He cambiado de posición en el barco, para encontrar cuál es mi lugar y a veces he sentido que no es ninguno.
He rogado muchas veces que me quieran, hasta entender que me tengo que querer yo. Y digo tener, porque este punto no tiene discusión, no es algo que se pueda negociar o hacerlo diferente. Porque cuando no te quieres, el mundo te pasa por encima y tú te pasas la vida echándoles la culpa. Y te desgastas.
He llorado tanto, que he aprendido a crear ríos a mi alrededor y en medio de tanta agua salada, nadar ha sido la mejor opción.
He cargado vainas de gente que ni conozco y que al final pesan en la espalda, pero lo he hecho por el puro placer de parecer una víctima, porque siempre me dijeron que el drama se me daba bastante bien.
Me han llamado intensa por escribir cartas de amor, por mandar mensajes a la madrugada y por sentir mucho y tenido la leve intención de vendarme el corazón para dejar de hacerlo. Pero no funcionó.
También me he dicho no muchas veces, he caminado sin saber a dónde voy, he cambiado la espiral que soy para encajar en un cuadrado, me he mentido, he dejado de abrazarme, he roto unas quince mil promesas, me he insultado en el espejo, me he perdido más de un millar de veces.
Me he hecho muchas preguntas, hasta agotar a los sabios y en medio del silencio he aprendido a darme las respuestas.
Y me he equivocado tanto, que después de coleccionar errores, empecé a juntar en mi bolsillo cientos de certezas.
Y es que perderse es demasiado fácil…
Salirse del camino y vagabundear por vidas ajenas, intentando que la tuya se parezca, sí que es fácil y hasta desgastante.
Mantenerse sin rumbo no requiere esfuerzo.
Arrastrar los pies por cualquier senda, andar con los ojos distraídos y sentir que el alma es un pozo vacío, a veces es tan fácil, que te preguntas ¿en qué momento me perdí?
Y aunque a veces se te vayan las lágrimas en ello, querer salir, se vuelve más doloroso que quedarte allí.
Porque moverte de ahí y caminar hasta encontrar eso que te da 100 años de vida en esta vida, requiere mucho.
Pero cuando la vida se te derrumba una y otra vez y las lágrimas no te alcanzan para sostenerla y las ganas se esfuman por la puerta y te miras a los ojos y ya no te encuentras y la idea de irte empieza a parecer la única ventana abierta, justo ahí, empiezas a creer que el pozo ya no tiene más metros hacia abajo, que el sofá que instalaste ya no parece tan cómodo y que por una vez en la vida, empiezas a necesitar la luz.
Y es justo después de morir, que abrazas con ansías la oportunidad de vivir.
Porque la vida son pequeñas muertes cargadas de esperanza.
Porque nos perdemos, para volver a encontrarnos.
Porque a veces necesitamos ahogarnos, para entender que estamos diseñados para salvarnos.
Y fue en esa última muerte, cuando decidí que quería seguir viviendo.